LA MATANZA DEL COCHINO

LA MATANZA DEL COCHINO

              Este trabajo nació de los recuerdos de mi infancia rural y castellana y de las aportaciones que a él hizo Concha, mi madre, heredadas y aprendidas en la tradición de una familia de campesinos, de la que ella es el último eslabón de una cadena que, generación tras generación, ha mantenido vivo el rito y las costumbres de la matanza y ha vivido en, por y de la tierra. Esto tuvo lugar una tarde de verano, tres, domingo, agosto del 97, festividad de S. Esteban, S. Eufronio, Sta. Lidia y S. Gustavo.

En Otoño

   Estaba don Octubre sus siegas allí haciendo,
probaba de los vinos cuál iría bebiendo;
va ya nuevamente aperos recogiendo;
para sembrar estaba el invierno viniendo.

   Noviembre sacudía del roble las bellotas,
al puerco se las daba sin perder una mota;
los estudiantes leen junto al candil sus notas,
pues son las noches largas y las luces son pocas.

   Diciembre a los puercos mataba de mañana,
hígados almorzaba para matar la gana;
había niebla densa siempre por la mañana,
pues es en ese tiempo cuando es más temprana.

                                                            (Libro de Alexandre, s. XIII)

«Si quieres ser feliz una hora, emborráchate.
Si quieres ser feliz tres días, cásate.
Si quieres ser feliz un mes, mata un cerdo y cómetelo.
Si quieres ser feliz toda la vida, hazte jardinero»

                                                          (Proverbio chino)

dando de comer a los cochinos1

         El cochino y su veneración
La comunidad campesina que integraron y en la que vivieron nuestros antepasados dependía de la ganadería y los frutos de la tierra; los animales eran imprescindibles tanto para el trabajo como para la subsistencia cotidiana. Las familias eran numerosas y sus miembros giraban en derredor de los ciclos agrícolas, cada estación, cada fase lunar, marcaba las faenas que debían ir realizándose, y así año tras año, generación tras generación de campesinos. Sus vivencias y experiencias a lo largo de los siglos brotaban de su relación con la tierra y los animales, de aquí que sus santos más venerados fueron aquellos que la iconografía cristina representaba con animales. Ni la tía Petra sabría porque San Roque aparecía junto a un perro, ni el tío Constancio se preguntó por el significado del cerdo que veía a los pies de San Antón, pero, sin duda, sus preferencias y su devoción se inclinaban hacia estos santos amigos de los animales. San Antón era considerado por los campesinos el santo que protegía y curaba milagrosamente a sus animales y su vinculación con ellos, especialmente con los cochinos, nos lo recuerda esta copla que se canta por La Ribera:

«San Antón, santo francés,
santo que no bebe vino,
lo que tiene a sus pies
es un cochino

O el dicho popular que hemos recogido en el pueblo:

«Por San Antón
la gallina pon,
y para las Candelas
las malas y las buenas»

            El pueblo no dudaba en recurrir a cualquier práctica con tal de asegurarse la protección de sus animales y por ello se encomendaba a sus santos protectores en muchos casos, y, en otros, se acercaba a aquellos conventos en los que compraba estampas u hojas con oraciones, que colgaban por cuadras, cortijos o establos, para evitar que cualquier mal afectara a sus ganados, en la comarca se conseguían estas oraciones «milagrosas» en el convento arandino de Las Bernardas.

            Los artistas del románico nos dejaron numerosas muestras en las pequeñas iglesias de la comarca, donde las escenas que tienen por motivo decorativo al cerdo están presentes en capiteles, canecillos y pinturas. Estas manifestaciones artísticas son una muestra muy clara y expresiva de lo que fue durante el periodo medieval una comunidad aldeana y campesina que subsistía gracias a la tierra. La tradición medieval, de la época románica o del gótico, reflejaba en adornos y decoraciones de catedrales, iglesias o calendarios los oficios y quehaceres cotidianos a través de representaciones según los meses del año, así octubre se representa con un porquerizo que sacude una encina o un roble de los que caen bellotas para que coman los cerdos, noviembre con la matanza de un puerco sirviéndose de un mazo.

Del mismo modo en la literatura del siglo XIV, concretamente en el Libro de Buen Amor, del Arcipreste de Hita, se cantan las alabanzas del carnaval, del cochino y de sus carnes:

   «Detrás de los citados están los ballesteros,
los patos, las cecinas, costillas de carneros,
piernas de puerco fresco, los jamones enteros.

………………………………………

  Estaba don Tocino, con mucha otra cecina,
tajadillas y lomos, henchida la cocina».

            En la toponimia local encontramos referencias a la presencia del cerdo en la vida campesina, términos como Porquera (lugar donde era frecuente la presencia de cerdos) o Mataporquera (arboleda o lugar donde abundan las matas en las que pastarían los cerdos) nos dan testimonio de ello. En algunos textos documentales de fines de la edad media referentes a Quintana nos hemos encontrado con testimonios alusivos a este animal y a su importancia y vinculación con las familias campesinas, y si no que se lo digan a un tal Fernando de Matutes, vecino de Aranda, que tuvo que recurrir a los corregidores del Consejo de Castilla porque a la fecha de 20 de noviembre de 1493 veía que se aproximaban las fechas de las matanzas y los cochinos que había vendido fiados en primavera a ciertos vecinos de Quintana aún no los había cobrado. Lo cierto es que el pleito y la deuda estaban ahí, pero los cochinos comían y dormían plácidamente en el cortijo de esos vecinos del pueblo o quién sabe si ya los chorizos y los jamones colgaban en alguna despensa.

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    El cerdo, junto a otros animales, ha formado parte tradicionalmente de la vida de los campesinos, en cuanto que personas muy humildes. El matrimonio, una vez que el otoño se metía en aguas y caían las primeras escarchas, finalizada la vendimia, en estos días plomizos y lluviosos de noviembre, cuando los atardeceres entristecen, encendían la chimenea y en la oscuridad de los anocheceres comenzaba a crepitar la leña de encina, las sombras se proyectaban en las paredes y el resplandor de la lumbre iluminaba sus caras; y este matrimonio campesino, ante el clarear de las llamas, se diluía silencioso y ensimismado, durante largas horas, al calor de la lumbre.

            La matanza del cochino es una de las costumbres más antiguas que aún pervive en nuestro pueblo y continúa repitiéndose como una tradición y rito familiar al que se acude anualmente. Todavía perduran en mi memoria infantil, rural y castellana imágenes y gratos recuerdos de los «días de las matanzas», como se acostumbraba a decir en el pueblo. Por un lado, disponíamos de dos días en los que no había escuela para poder disfrutar con la intensidad y emoción que requería esta celebración invernal; por otro, a la tarde estábamos disponibles y prestos para hacer todos los recados necesarios, fundamentalmente el de llevar el plato en espera de una propinilla con la que familiares, vecinos o allegados de la familia nos compensaban.

            El cochino ha sido, hasta fechas muy recientes, un animal esencial en la economía doméstica campesina de todo el medio rural castellano. El día de su matanza reunía a numerosos familiares en torno a una peculiar labor y a una misma mesa donde se compartían trabajos, recuerdos, sucedidos locales e incluso penas y fatigas, en un ambiente alegre, festivo y ceremonial. Porque la matanza tenía mucho de ceremonia en la que se entremezclaban aspectos muy diversos, desde el folclore popular a las costumbres sociales, desde su valor  económico y de dependencia para la familia campesina a lo puramente gastronómico, sin que faltaran pequeños rasgos en los que pervivía el rito y la superstición. La ceremonia de la matanza deja toda su constancia desde el momento en que cada persona de la familia oficiaba su papel en esta celebración, tanto el padre como la madre tenían claras cuáles eran sus funciones en este rito anual.

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            El engorde del cerdo
Años atrás, en el pueblo no había casa donde no se criase algún cochino. Llegado el mes de mayo, el hombre de la casa preparaba el carro y se iba para Aranda, al mercado de los sábados, a comprar los cochinos, dos normalmente. Por la mañana se recorría el mercado, de cajón en cajón, examinando las diversas lechigadas, cuando ya había echado el ojo a los dos «afortunados» y tras un regateo para conseguir rebajar unos duros su precio, se hacía el trato y se les marcaba con una señal convenida entre comprador y tratante. En otras ocasiones se compraban los cochinos a los extremeños, que llegaban al pueblo todas las primaveras con sus piaras de cerdos negros. Los lechones solían pesar entre una arroba o arroba y media y el cochinero los reservaba con el resto de la lechigada hasta que al atardecer se acudía a recogerlos con el carro para volver con ellos a casa. En una de las tenadas del corral, y a veces hasta en la misma casa, en las cuadras localizadas debajo de las escaleras por las que se subía a las habitaciones, la mujer ya había barrido, regado y preparado el cortijo con paja limpia para recibir a los «huéspedes» con los que se iba a «convivir» durante medio año. Antiguamente se tenía por costumbre que cada vecino dejaba en manos del porquerizo local su cochino para que lo sacara a pastar a los prados comuniegos como se refleja en las Ordenanzas de 1557:

            «… Yten hordenaron que el porqueriço que fuere cada vn año sea obligado de sacar los puercos y bestias que fuere obligado desde el día de San Juan asta el de Todos Santos en saliendo el sol y el hotro tienpo que queda del año salga media hora salido el sol y la bez que no lo yçiere cayga en pena de medio real y si fuere pertinaz cayga en pena doblada y sea para conçejo la dicha pena y que sea obligado cada bez que taña rrecoja el ganado si fuere al monte junto al hespital y lo detenga vn rrato asta que se recoja el ganado y si fuere a la bega lo detenga junto a la huerta del Cura y que sea obligado a tañer como lo suele haçer enpezando desde la casa de Julio de casa de arriba y benga tañendo asta casa del sastre y si depués de le aber echado el ganado se le dejare benir cayga en pena de dos marabedís por cada cabeça y si yçiere daño page vn marabedí al biñadero y el daño le page la dicha guarda digo el aportillado digo que toda esta pena sea para la guarda».

            «… Hordenaron que si algún lechón andubiere suelto ansí de mañana antes que salga el ganado o después de benido o entre día que no le ayan con el porqueriço desde el día de San Jvan asta el día de San Lucas cayga en pena de dos marabedís».

            Estos hatos de puercos integraban el paisaje ganadero de la Quintana medieval y ocasionaban grandes destrozos y perjuicios entre las tierras de «pan llevar» y los viñedos limítrofes con el término municipal de Gumiel de Izán, así nos lo refleja un documento de concordia firmado entre ambas localidades:

            «… Otrosí que los puercos que pasaren desmandados y sin guarda del vn término al otro y del otro al otro de los veçinos de la dicha villa y sus aldeas y del dicho lugar de Quintana y de treinta cabeças abaxo que paguen de pena de cada cabeça a blanca y de noche con el doblo y más paguen el daño que içieren en pan o en bino o en otra qualquier cosa y para esto los dueños o/ pastores de los tales ganados sean creídos por su jutamento para si fueron desmandados o maliçiosamente echados» .

            «Otrosí que qualquiera ato de ganado de puercos que entrare de veçinos de la dicha villa y aldeas en los términos del dicho lugar de Quintana o de los veçinos del dicho lugar de Quintana en el término de la dicha villa e aldeas fuera de lo comuniego siendo de treynta cabeças arriba en qualquier tienpo de año paguen de pena doçientos marabedís y de noche sea la pena doblada».

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                        El cochino era casi un miembro más de la familia, la muerte de alguno de ellos podía suponer una auténtica tragedia para la economía doméstica. De la buena salud y engorde de los cochinos dependía en gran medida el bienestar para gran parte del año; constatar, día tras día, como el cochino se iba metiendo en arrobas era una gran ilusión familiar; entre el matrimonio un tema de conversación habitual era interesarse por la salud y el peso del cochino, también se deleitaban contemplándolos cuando comían y se les pasaba la mano por sus espaldas redondas y lustrosas, incluso entre los vecinos era noticia cualquier percance o contratiempo en la crianza de los cochinos:

–           A la Petra se le ha muerto un cerdo.
–           El cochino del tío Constancio tiene el mal rojo.

            Otro mal mayor pudiera ser el hecho de que a uno le robaran el cochino, lo cual también entraba entre las posibilidades si tenemos en cuenta que las Ordenanzas citadas anteriormente regulaban y penaban estos hechos:

            «… Hordenaron que qualquiher persona de qualquiher estado que sea vrtare abe o lechón o hotra qualquiher cosa que sea de balor de vn real arriba cayga en pena de çien marabedís para el conçejo y a su dueño le quede su derecho».

            Las primeras semanas se les alimentaba con tres piensos diarios (por la mañana, a mediodía y al anochecer) que más adelante se reducían a dos (por la mañana y por la tarde). La crianza del cochino era trabajo exclusivo de la mujer, durante el verano iba al campo por cardos tiernos que se les echaba a los cochinos mezclados con un poco de harinilla, pienso de cebada molida, pues era costumbre alimentarlos, a mediodía, con un poco de verde: hojas de berza o de remolacha, o los cardos.

De esta costumbre nos han dejado constancia diversos documentos antiguos, sirva como referencia un texto del siglo XVI:

            «… Hordenaron que ninguna persona sea hosada de entrar en pan ageno a coger mielgas ni cardos ni hotra yerba sin liçençia de su dueño y si le allare cayga en pena de diez marabedís si le tomare el biñadero llebe dos marabedís y lo demás llebe su dueño».

            A partir del mes de septiembre comenzaba el engordar, propiamente dicho, aumentando la cantidad de harina, cebada molida  y salvados de trigo, restos que quedaban tras moler el trigo para hacer el pan y cernerlo; en el otoño se les cocían patatas con berza, de este modo iba tomando realidad el dicho popular:

            «El destino del cerdo: engordar para morir».

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         La matanza del cochino

            El día de las matanzas variaba en la comarca, aquí en el pueblo, para San Sebastián, el 20 de enero, una semana antes o una semana después, se acostumbraba a matar el cochino. San Martín, el 11 de noviembre, es la fecha que tradicionalmente se consideraba la más adecuada para matar como deja constancia el refranero popular:

                                    «A cada cerdo le llega su San Martín»

                                    «Por San Martín deja el cerdo de gruñir»

Pero lo cierto es que siempre se mataba cuando el tiempo se ponía de helar, pues los días húmedos y metidos en blanduras no se aconsejaban para curar las carnes y por ello más prudente era no adelantarse porque «el que mata por Todos los Santos, en el verano come cantos». La fecha de las matanzas siempre ha estado rodeada de supersticiones, de este modo nunca se mataba en martes: «En martes ni tu hijas cases ni tu cochino mates» y las creencias indicaban que era aconsejable matar cuando la fase de la luna entrara en cuarto creciente. Sin duda nos encontramos ante una creencia de raigambre celtibérica según la cual los pueblos prerromanos de la comarca (vacceos y arévacos) verían en las fases de la luna su influencia sobre los animales, de tal forma que durante las épocas de luna llena los cochinos entrarían en celo y sus carnes «aumentarían de temperatura» y el calor nunca fue buen conservante. Por ello al mes de estar en casa se capaba tanto a cochinos como a cochinas y como del cerdo todo se aprovecha lasturmas para almorzar.

            Y fijado el día de las matanzas, la víspera, la mujer buscaba la caldera de cobre y las trébedes, limpiaba el salgadero, preparaba las grandes cazuelas y sartenes, las gamellas, los picaderos y los barreños de barro, dejaba libre el cambrión para colgar las piezas del animal; y se avisaba a todos aquellos que iban a participar de la matanza. El hombre prepara el tajo, o se lo pide prestado a algún vecino, sube al pajar en busca de los haces de paja de centeno, barre el suelo donde se va a chamoscar el cochino, prepara el organero, palo utilizado para mover la paja cuando se está chamoscando el cochino, busca la soga para colgarlo, afila los cuchillos de picar, hace un buen montón de leña para que no falte la lumbre en todos estos menesteres y va a casa del matanchín para recordarle la hora convenida.

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            En casa, este día se madruga más de lo habitual por estas fechas para tenerlo todo a punto. Los invitados van llegando, en la casa hay un barullo no acostumbrado y, entre tanto que se aproxima la hora, los hombres matan el tiempo tomando unas copas de aguardiente con sobadillos, sin que falte un «para que con salud le matemos otro año».

            Todo dispuesto, la comitiva familiar se encamina tras el matanchín (el tío Polis o el tío Manolo, entre los que recuerdan los viejos del pueblo, el tío Manolo murió de una “angina de pecho” matando el cochino, nunca se tuvo por más cierto el dicho popular de murió al pie del tajo), hasta el cortijo; en la calle se ha preparado el tajo y se ha echado una cama de paja molida. El padre se quita la chaqueta de pana, entra en el cortijo y encarrila al cochino hacia la puerta donde espera, con la camisa arremangada y asiendo el gancho con la mano derecha, el matanchín, de forma rápida y certera, le clava el gancho en la papada, el resto de ayundantes le agarran de las orejas y del rabo y le empujan hacia el tajo. El animal comienza a percatarse de su destino y a barruntar las intenciones del personal asistente por lo que se resiste, recula y forcejea entre estentóreos y estridentes gruñidos que hacen enmudecer a la algarabía infantil. El cochino chilla, los hombres vocean, un perro ladra, las mujeres se apresuran, los niños lloran y un juramento seco produce un silencio momentáneo que se rompe de nuevo con los gruñidos del cochino. Una voz sirve de guía y toma las decisiones «a la de una, a la de dos y a la de tres, arriba con él» y todos uniendo su esfuerzo le tumban de costado en el tajo a un solo impulso. El matanchín prepara su cuchillo, sujeta el gancho en su muslo derecho para poder hacer fuerza y disponer de las manos libres para realizar la faena, palpa la papada del cochino y precisa cuál es el lugar exacto donde con decisión le clavará el cuchillo que ha de llegar hasta el corazón, pero sin tocarlo, pues si lo desgarrara no sangraría bien. Ante el primer brote del chorro de sangre, una mujer arrima el barreñón con las rebanadas de pan que servirán más tarde para elaborar las morcillas, al tiempo que lo remueve con una mano sin parar para que no se cuaje; en otro barreño se vierte el resto de la sangre para cocerla posteriormente. En esta labor no debía intervenir ninguna mujer que estuviera con la menstruación, lo que demuestra una vez más ciertos rasgos supersticiosos en estas costumbres. Entre el grupo merodean varios perros atentos a la faena y en espera de la sangre que se vierte por el suelo. Los hombres, entre tanto, están sujetando al cerdo, el más joven y fuerte de las dos patas delanteras, otros dos de cada una de las patas traseras, de las que tiran con fuerza para mantener inmóvil al cochino, pues sus últimos tirones son los más fuertes y violentos, sin que falte el mozalbete atrevido y valiente que tira del rabo. Los agudos gruñidos dejan paso a pausados resoplidos que anuncian la agonía del animal.

            Tras la muerte, los hombres bajan al cochino del tajo y lo colocan panza abajo, sobre la paja extendida previamente, y con las patas abiertas; se le va cubriendo al animal con la paja de centeno, que se pone en forma de cabaña, y se prende por varios lugares para chamoscarle; posteriormente se le da la vuelta, se coloca una piedra en cada uno de los costados para sujetarlo, y se le vuelve a chamoscar por el vientre, el matanchín acerca un manojo de paja ardiendo para que se chamosquen bien todos los rincones en patas, orejas y pezuñas. Con un escobón se le limpian los restos de paja quemada que quedan sobre su cuerpo, se le da la vuelta sobre un saco de tela y entre dos personas que sujetan el saco y otras dos de las patas se le vuelve a colocar sobre el tajo. Ahora se le limpian los pelos y la piel chamuscados rociándole con abundante agua templada, que acerca alguna mujer desde la caldera que hierve al fuego sobre las trébedes, y se le va raspando con una teja, primero, y con el cuchillo, después. Limpio el cochino, elmatanchín, corta el rabo y lo trocea para que se reparta entre los presentes, principalmente para los niños, que hacen corro en derredor, no sin antes haberlos inquietado con un “este cochino no tiene rabo, se lo he tirado a los gatos”.

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            Entre dos hombres forzudos trasladan el cerdo sobre el tajo hasta el portal de la casa y con una soga que se le pasa por el «hueso del culo» comienzan a elevarlo hasta una viga del techo, que previamente se ha suavizado con sebo del cochino del año anterior para que corra bien la soga. A medida que los hombres van tirando de la soga y ascendiendo el cerdo, un niño sujeta una pequeña cazuela que el matanchínha colocado entre los dientes para recoger toda la sangre que se desliza por su vientre. Una vez colgado y bien sujeta la soga se vacía su vientre sobre una gamella que un hombre musculoso sujeta entre los muñones de las patas delanteras; también se extraen los pulmones, el corazón y el hígado y se lleva todo ello para la cocina donde las mujeres tienen los peroles de agua hirviendo listos para continuar con los menesteres propios de la ocasión. Para que el cochino y sus carnes se oreen perfectamente se coloca un palo entre las patas delanteras con lo que el cerdo queda abierto en canal. Mientras dura la tarea de abrir el cerdo se acerca una mujer con un plato en el que trae un poco de sangrecilla cocida y aliñada con un chorro de vinagre para que los hombres puedan echarse un trago del jarro o del porrón.

            Los niños, que han permanecido expectantes durante el trabajo de los mayores, reciben como regalo lo que es una constante en todas las matanzas: la zambomba, que se la inflan con una paja de centeno y se la lanzan al aire como si fuera una pelota para que jueguen. El matanchín finaliza la tarea de este primer día cortando la que se consideraba la pieza más preciada del animal: la mamola, quizás por aquello de que de cada cochino que mataba recibía como pago por su trabajo esta pieza y era algo del cerdo que sólo él degustaba.

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            En la cocina las mujeres se ocupaban de diversas faenas, unas iban picando la cebolla y cociendo el arroz para hacer las morcillas por la tarde, otras se trasladaban a alguna poza cercana, arroyo e incluso hasta el río para limpiar el vientre del cochino, cuyas tripas se utilizarán para las morcillas y los chorizos.

                Llegada la hora de comer, en la mesa abundan los primeros productos del cerdo, se sirve una sartén rebosante de hígado, papada y sangre recién hecho, y para que pase la grasa que no falte el vino fresco y un buen escabechado a base de tomates y guindillas.

            Después de comer, las mujeres se dedican a limpiar la cocina y ordenar los utensilios varios que están por todas partes. Sin embargo, la gran labor de la tarde del primer día de matanzas es hacer las morcillas; durante la mañana ya se habían ido realizando diversos preparativos, pero es ahora cuando se comienza a hacer un refrito con manteca y con cebolla picada, al tiempo que el arroz, que se había cocido, se reservaba tapado con un trapo mientras se enfriaba. Después se mezclaba todo ello, se añadía sal, pimienta, canela, clavo y cominos, además de la sangre que se había reservado por la mañana batida con sopas de pan, de esta tarea se encargaba la mujer de la casa que con mano certera dosificaba a ojo todos los ingredientes. Luego comenzaba a amorcillarse, las tripas ya se habían preparado previamente (se cortaban en trozos, se cosían por un extremo y se cocían en agua con sal), se iban llenando las tripas con toda la mezcla y en una gran caldera de cobre, alimentada por una buena chasquera de leña que hace hervir el agua, se van pinchando con una aguja y echando a la caldera las morcillas, con una cucharena se va retirando la espuma espesa que flota en la superficie y el agua que borbollonea constantemente va tomando un color negruzco y un fuerte olor a especias, es el calducho.

La excelencia de las morcillas ya la cantaba don Luis de Góngora en el siglo XVII:

Coma en dorada vajilla
el Príncipe mil cuidados,
como píldoras dorados;
que yo en mi pobre mesilla
quiero más a una morcilla
que en el asador reviente,
y ríase la gente.

            Al anochecer comenzaba el reparto de los platos, pequeñas raciones con los primeros productos derivados del cochino: hígado envuelto con un trozo fino de la tela del cochino, papada, sangre, morcilla y una cazuela de calduchoLlevar el plato era una costumbre en el pueblo, un deber recíproco que se mantenía entre el círculo de familias campesinas, también se acostumbraba a llevar el plato al cura y al maestro. Los niños éramos los encargados de esta tarea que realizábamos con agrado, pues siempre se obtenía una pequeña compensación económica que variaba desde la perra gorda a los dos reales de agujero.

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            Por la noche tenía lugar la gran celebración de la matanza del cochino, si a la comida ya se habían degustado los primeros productos del animal, por la noche todo se incrementa, tanto por el número de productos como de personas. A la cena acuden más invitados, sobre todo hombres que durante el día han estado labrando o cultivando las tierras. Se cena sopas de calducho, morcilla frita, hígado, papadas y sangre, además se asan el morcón y el cuajo, todo ello en abundancia, que nadie se quede con hambre, y bien regado con el clarete de la mejor cuba, mientras el porrón pasa de mano en mano sin descanso, por lo que dudo mucho que San Antón fuera un «buen santo» como dice la copla («San Antón es un buen santo/, santo que no bebe vino»), pues difícilmente se podrían disfrutar y digerir las delicias del cerdo sin unos buenos tragos, y no faltaba quien entonara algunas coplillas como las que aún se cantan en el pueblo:

Cochino no matar
torrendos no comer,
el que no mate cochino
se puede tirar al tren.
El que tiene un cochino
quiere tener dos,
de catorce arrobas
mejor que de dos.
El de los cuarenta
quiere los cincuenta
y el de los cincuenta
quiere tener cien.
Con buenos chorizos
y buenos torrendos
que bien vivo yo.
El que no pueda untar
que putas las va a pasar
al almorzar y al merendar.
(Versión de José Guzmán y Angel María Hernando)

O esta otra que se canta
en Fresnillo de las Dueñas:
San Antón perdió el cochino,
San Roque la calabaza
y tú perderás el moño,
serrana, si no te casas.
San Antón tenía un cochino,
le daba sopas con vino
y su padre le decía:
«no seas tan borrachito»

            Al día siguiente, de mañana, se descolgaba el cochino de la viga para estazarlo; el matanchín, ahora estazador, se presentaba en casa con todo un juego de diversos cuchillos bien afilados. Se echaba al cochino sobre el tajo y se comenzaba a estazarlo; se separaban las diversas piezas del animal, en primer lugar se cortaba la cabeza y se apartaba en alguno de los muchos recipientes preparados de antemano por las mujeres. Después se divide el cochino en dos mitades por el espinazo, de cada una de estas dos partes se van separando las tiras de lomo, los costillares, los jamones y los solomillos, colocándolo todo en lasgamellas o barreñones, finalmente sólo resta trocear los perniles de tocino. El matanchín, a los no entendidos, niños normalmente, mientras estazaba el cochino aún tenía tiempo para gastar una broma opegársela a algún concurrente, cuando iba a trocear la cabeza del animal daba la orden de que se trajera una cesta , lo más grande posible, o un canasto, para echar los sesos.

            En la cocina, las mujeres trocean la carne que se va a picar para los chorizos, escarnando los huesos y apartando las distintas piezas (la carne, las costillas, el tocino y los huesos) en gamellas y barreñones.

            Una vez que se ha finalizado de estazar al cochino, barrido y limpio el portal y preparada en la cocina la carne para comenzar a picar, es necesario hacer una pausa para reponer fuerzas, es la hora del almuerzo y para ello se preparan en la parrilla unos buenos sumarros de lomo, que recién asados o tomados directamente de la parrilla en un trozo de pan sobado y con unos buenos tragos de  vino no hay manjar que se les iguale.

            Después se comienza a picar a mano, en picaderos de madera, la carne para los chorizos; una vez picada se echaba en adobo en dos gamellas, en una la carne para los chorizos buenos y en otra para losbotagueños; el adobo era labor exclusiva de la mujer de la casa quien a bulto y con la maestría y experiencia heredada de la tradición familiar preparaba la mezcla con pimentón, picante y dulce, sal, ajos machacados, unos cogollos de orégano y agua, todo ello mezclado a mano. En las gamellas se dejaba esta mezcla bien lisa y se hacía una cruz, de nuevo la superstición popular, para evitar cualquier mal; al igual que a las mujeres que estaban con la menstruación se les impedía tocar el picadillo; junto con el picadillo se adobaban los solomillos y los riñones. Las tiras de lomo, los huesos y los costillares también se adobaban en agua con pimentón, sal y orégano «esmigao». El jamón se pesaba y por cada kilo se tenía cubierto de sal día y medio, después se limpiaba la capa de sal y se le ponía encima una piedra para prensarlo durante unos días, dándole la vuelta periódicamente. El tocino, los pies y las orejas se cubrían de sal en los salgaderos. Al atardecer se trocean las mantecas y en una gran sartén se van dando vueltas con un cucharón de madera mientras se derriten, después se filtra el líquido con un paño blanco para guardar la manteca en pucheros u ollas de barro, la manteca se usará en los guisos durante todo el año. De los restos, tras enfriarse, se obtienen los chicahrrones que se comerán para merendar durante el invierno o se emplearán para hacer tortas mantecadas. El picadillo, tras dos días en adobo, se empuchaba a mano con un embudillo, se ataban los chorizos, se hacían sartas y se colgaban en algún cuarto anejo a la casa para que se curaran con el humo de una buena gavilla de carrasca de la última corta del monte y se orearan con el viento frío y seco que en las noches de invierno traspasaba las rendijas de las casas.

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         La matanza en la literatura castellana

                        Queremos finalizar este trabajo sobre la matanza con dos textos de sendos escritores castellanos contemporáneos, Miguel Delibes (Valladolid, 1920) y Avelino Hernández (Valdegeña, Soria, 1944), que mejor han sabido captar y reflejar en sus obras la pobreza, el abandono y la humildad de los pueblos castellanos.

EL CALDO DE LAS MORCILLAS

            Hicieron la Matanza unas semanas después.

Era como una Fiesta.

            Aquel año mataron tres Cochinos. Pero mientras los mataban, como chillaban mucho, Silvestrito y unos Primos que habían venido a la Matanza no fueron a verlo.

            Después sí. Después ayudaron a los Hombres a quemarles con paja ardiendo los pelos y la piel a los cochinos.

            Entonces las Mujeres lavaron las tripas. Y prepararon la carne, la sangre, el pan, la cebolla, el arroz , las especias y las pasas para hacer el chorizo y las morcillas.

            Después de comer, los Mayores mandaron a los Chicos a jugar y a darse dindones en un columpio que les pusieron.

            Hasta que por la noche llegó la hora de hacer las morcillas.

            Se cocían en unas calderas grandes, de cobre, que se ponían en la lumbre. Y se les daba vueltas con una cuchara también grande de madera.

            Las morcillas cocidas se sacaban con una espumadera, que era como un cazo lleno de agujeros.

            Y entonces quedaba el caldo de las morcillas.

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